La palabra defiende a la provincia

Por: Álvaro Gärtner

Riosucio se estremece con movimientos intelectuales en el segundo puente de cada agosto, con el mismo fervor que cada dos eneros lo hace con el Carnaval: celebra el Encuentro de la Palabra. Son dos certámenes culturales de distinto índole, pero comparten escenario, protagonistas y finalidades: divulgar mensajes, analizar la sociedad, la vida y el arte.

El Encuentro surgió en un bar hoy recordado casi como una leyenda: Leño Verde. Ahí se daban cita los inquietos por la literatura, la poesía, el teatro, por todas las manifestaciones del espíritu que salen a la luz a través del verbo, como César Valencia Trejos, Arcesio Zapata Vinasco, Julián Bueno Rodríguez y muchos más. Con músicas bohemias de fondo, había cada fin de semana esplendorosas tertulias improvisadas, que no por estar remojadas con anís dejaban de ser agudas e ilustrativas. Las repeticiones de versos memorables del Carnaval derivaron en debates y polémicas acerca de la riqueza literaria de la fiesta. Luego surgieron narraciones de otra índole, estrenos de versos, análisis de la realidad.

Otto Morales Benítez los animó a no desperdiciar tan talentoso acervo y fue así como surgió el Encuentro de la Palabra, con un lema amablemente desafiante: “En defensa de la provincia debemos librar todos los combates”. Fue tal el entusiasmo, que las dos primeras ediciones se llevaron a cabo el mismo año, 1984.

Gracias al estadista riosuceño, llegaron a la población los intelectuales más destacados, los pensadores más perspicaces y las voces más autorizadas: novelistas como Héctor Abad Facio-Lince, Eligio García Márquez, Helena Benítez de Zapata y Óscar Collazos. Ensayistas de la talla de Pedro Gómez Valderrama, Fernando Cruz Kronfly, Adalberto Agudelo, Raymond Williams, Florence Thomas, José Chalarca, Héctor Ocampo Marín o Rubén Sierra. Poetas como Meira Delmar, Maruja Vieira, Guiomar Cuesta, Águeda Pizarro, Harold Alvarado Tenorio, Jaime Jaramillo Escobar, Juan Manuel Roca, Fernando Charry Lara, Jaime García Mafla, María Mercedes Carranza o Rogelio Echavarría.

Dramaturgos como Enrique Buenaventura. Entre los musicógrafos, Hernán Restrepo Duque y Orlando Mora. Cineastas como Lisandro Duque Naranjo. A su lado, pintoras y fotógrafas como Olga Lucía Jordán y Olga de la Cuesta. Y folclorólogos como Julián Bueno, Manuel Zapata Olivella, Octavio Marulanda.

La población toda convirtió el nuevo certamen en causa común. La escasez de hoteles fue suplida con la apertura de las mejores casas, para acoger a los invitados de alcurnia. Se consideraba un honor tenerlos, quedando para las historias familiares el relato de cómo un famoso pasó un par de noches como uno más del clan. Y si no había más para ofrecer, todos derrochaban amabilidad y sonrisas, con tal calidez, que los invitados no se sentían forasteros. Las inevitables fallas de organización y logística eran solucionadas con la mejor voluntad.

El ambiente de permanente regocijo que se vive en Riosucio, los contagiaba apenas llegaban. Al hallarse en un mundo sencillo, rodeados de gente cercana y lejos de la presión de los pares y las exigencias de un entorno que no perdona descuidos, inducía a los invitados a dar lo mejor de sí, a mostrarse más humanos que académicos y expresar lo mejor de sus pensamientos. Se emocionaban al verse rodeados de gente de todas las edades, deseosas de preguntar, pedirles un autógrafo, invitarlos a un café o algo que diera tufo o, simplemente, mirar de cerca a quienes solo habían visto en los periódicos y la televisión.

En el viejo Teatro Cuesta, en aulas de colegios, en los pueblecitos aledaños de Bonafont y San Lorenzo, y, por supuesto, en las dos plazas principales, se les escuchó hablar de lo divino y lo humano, con calidez y cercanía, con una libertad que no ofrecen otros certámenes. Fue así cómo revelaron sus gustos personales, develaron conocimientos recónditos, inquietudes del espíritu, aspectos de la vida que habían pasado inadvertidos en ellos. En Riosucio expresaron lo mejor de su pensamiento.

Los rectores de los colegios entendieron que una conferencia de una hora aportaría más que cinco o seis clases, porque los estudiantes se hallarían ante verdaderas fuentes de conocimiento. No todos los días se tiene un escritor al alcance… Se les indujo a asistir, para luego presentar informes, análisis, ejercicios de comprensión de mensaje o investigaciones. Y al finalizar la charla, una nube de muchachitos rodeaba al expositor, con respeto y amabilidad; muchos se encantaron con el inesperado público y no faltó ocasión en que terminaran en uno de los parques, a la sombra de un árbol, atendiendo todas las interrogantes.

Éste fue un espectáculo frecuente durante los primeros Encuentros de la Palabra. Pero cuando los maestros se transformaron en docentes, fueron más importantes sus días libres que la posibilidad de acompañar a sus discípulos en una aventura única.

A falta de cenas de gala o de encopetados cocteles, la parte social del Encuentro de la Palabra transcurría en apacible bohemia. Unos acompañaron a Manuel Mejía Vallejo a tomar ron en La Fontana, otros escucharon a William Ospina disertar sobre el pasillo ‘Las acacias’ en la cantina de Demetrio y muchos bailaron el currulao ‘La caderona’ en un círculo callejero del cual hacía parte Otto Morales, una madrugada lluviosa.

También hubo situaciones que hubieran sido imposibles en otro lugar, como ver a ese encantador ególatra que era Rafael Humberto Moreno-Durán, hacer de presentador. O a Vicky Hernández debajo de una mesa, para resguardarse de un temblor que empezó al tiempo con su conferencia. También, escuchar el relato aterrorizado de quienes vieron el temible espanto de La Viuda Alegre en una banca del parque La Candelaria, por andar de juerga hasta altas horas de la noche.

El Encuentro de la Palabra fue, desde un comienzo, el punto de contacto de dos mundos casi siempre distantes, la academia y el pueblo, para hablar durante unos días el idioma de la inteligencia. El académico volvía a reconocer sus orígenes y reafirmar su identidad; la colectividad suspendía la rutina para acoger a gente con la cual esperaba iluminarse.

La muerte de Otto Morales en 2015, fue un duro golpe para el certamen. A pesar de tan sentida ausencia, éste logró mantenerse y conservar la calidad de los expositores, en cantidad menor, por supuesto, pero con el propósito intacto. Al repasar la lista, que no es total, se puede concluir que el Encuentro de la Palabra de Riosucio es el Hay Festival de Caldas, sin la atención mediática ni los grandes patrocinios del que se lleva a cabo en Cartagena.

También la pandemia del coronavirus fue un desafío, que obligó a replantear la manera de hacerlo. Se debió sacrificar la cercanía, el contacto directo, el diálogo desprevenido, todas las escenas atrás descritas, pero se salvó el certamen. Quizás la edición de 2021 sea mixta. Prueba de que el Encuentro de la Palabra sabe adaptarse a las circunstancias y evolucionar en el tiempo.

Lejos están las tertulias en Leño Verde. Éste ya no existe, siquiera. Pero el espíritu de la intelectualidad sigue intacto y Riosucio aguarda expectante el siguiente encuentro, con la misma ansiedad con que se prepara para su Carnaval, el otro rito de la palabra que hace famosa a la población.

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